El mes de septiembre veía la luz el nuevo libro de Aramburu, “Los vencejos”. Cinco años después de «Patria». Tras leer un comentario de Alberto Olmos en El Confidencial, en el que decía que «después del éxito de ‘Patria’, el escritor se decanta por un largo relato no apto para todos los públicos», me decidí a leerlo. Si bien, durante la lectura, recordaba poco del análisis del crítico, al terminarla, he visto que hay cosas positivas, pero que entran dentro de la cotidianidad.
La obra se vertebra en torno a Toni, narrador en primera persona, que ha tomado la decisión de suicidarse dentro de un año. Y durante 365 días, a partir del 1 de agosto de 2018, hace un repaso en torno a su vida y su entorno (padres, suegros, hermano y cuñada, sobrinas, mujer e hijo, exnovia y un amigo, Patachula, víctima del atentado del 11M, dos perros y una muñeca sexual). Recoge todos los temas que pueden verse o leerse en los medios de comunicación: educación, acoso escolar, violencia de género, machismo, prostitución, degradación de la sexualidad y del amor, política, independentismo, ETA, medios de comunicación… El espacio se centra en Madrid, con algunas salidas a los alrededores y a Mérida.
Hay que dejar sentado que encontramos un buen dominio de la lengua, de la técnica narrativa y del diálogo de los personajes. Pero, cuando un escritor aborda temas y espacios conocidos, debe estar documentado en los temas y en las características de los lugares, para su descripción o pintura. Y Aramburu hace aguas en ambas parcelas.
El tema central de la novela, el suicidio, parece planeado como un viaje estival durante las vacaciones. Se alude a él reiteradamente, pero no se ve en el protagonista una angustia existencial, que lo motive. «Justamente porque a uno le complace la vida, debe abandonarla por voluntad propia, guardando las formas de educación y elegancia, cuando advierta que la afea con su desánimo, su vejez y sus lacras; cuando nota que ha dejado de merecerla; cuando ya ha disfrutado lo suficiente» (pág. 417), dice Toni. Por lo que el tema parece una excusa para abordar todos los asuntos que nos afectan en los momentos actuales, pero ninguno en profundidad.
El protagonista trabaja como funcionario en un Instituto, impartiendo Filosofía, y no tiene idea del funcionamiento del mismo, por lo que escribe de profesores, alumnos, dirección… Expresa su temor de que la directora lo expulse del Instituto. Desconoce, pues, las potestades de un director de centro público. Cuando su hijo deja embarazada a una chica del Centro en que estudia, resuelve el problema con el director y el padre de la muchacha, policía, en una reunión en la que les ofrece bebida y pastas en el despacho, cuando están tratando el asunto, con los jóvenes presentes. Alucinante.
Si hablamos de los temas que trata en clase, se adaptarían más a “Educación para la ciudadanía” que al temario de filosofía de la Comunidad de Madrid. Debates de toros, feminismo…Es absurdo que uno padre se quejen de que explique a Marx en clase a su hija. Un tema de Acceso a la Universidad. Se traslada a la época franquista, llevándonos a la ficción.
Su hijo, discapacitado intelectual, al que, a los tres años, no quiso que lo tratara un psicólogo, porque lo empeoraría, es entrenado en autodefensa para protegerse del acoso escolar. Quebró tres brazos a tres compañeros en el colegio, en un santiamén, porque lo acosaban. Y, ante la jueza, lo presenta insultándola por ser mujer. El esperpento hay que dejarlo para Valle Inclán.
En un momento en que se viene reivindicando la filosofía y las humanidades como instrumento de reflexión y de crítica, arremete contra la misma. Niega que pueda generar algún tipo de conocimiento o saber: «La filosofía ya cumplió hace tiempo su doble misión: liberarnos de las supersticiones religiosas mientras la humanidad se afanaba en el descubrimiento de la luz eléctrica» (pág. 478). Es cierto que el mito, la religión y la filosofía, como interpretaciones del mundo, han dado paso a la ciencia. Pero los sistemas de pensamiento no están configurados por la ciencia, sino por la filosofía y las religiones. Es más, los propios Partidos políticos se han convertido en religiones, las han sustituido. Los distintos sistemas filosóficos dan distintas cosmovisiones para fundamentar nuestra existencia. Cosmovisiones que ni la ciencia ni la política tienen capacidad de darnos.
La mujer aparece degradada y vilipendiada. Su madre maltratada y apaleada por su padre. Ambos infieles mutuamente. A Amalia, su esposa, la ve como objeto sexual, y mentalmente la veja y la odia. A Águeda su primera novia, con la que retoma el contacto a mitad de la novela, la degrada en todos los sentidos. Físicamente no tiene bonitos más que los pies. Y nos sorprende, en estos tiempos, que tenga que aconsejarle en qué tiendas de Madrid puede comprarse la ropa o los zapatos más baratos. O cómo tiene que depilarse. ¡Infantil! Su padre, profesor de Universidad, comercia sexualmente las notas con las alumnas… Él encuentra más satisfacción y consuelo en su muñeca Tina que en las mujeres. Sorprende cómo inicia el sexo con una chica discapacitada, con la que el hermano comercia en un descampado. Y por no abundar más en el tema baste esta cita: «El miedo es el fundamento lógico de la mujer. La mujer es como es, piensa como piensa, se comporta como se comporta, porque tiene miedo. Miedo instintivo, genérico, sobre todo al varón, al que ve principalmente como agresor al que a toda costa desea domar y, si es posible, castrar. Y cuando por fin lo ha conseguido lo desprecia porque la mujer, sin miedo, no es nada» (pág. 121). Palabras puestas en boca de Patachula, votante de Vox, así como éstas: «La inferioridad física induce a la mujer a defenderse amarrando al varón con abundancia de leyes. De esta manera, al debilitarlo logra igualarlo a él».
Sobre las residencias de mayores también descarga negros nubarrones. Se queja de la soledad, pues hay mayores que no reciben visitas de nadie. Atiborran de pastillas a los viejos. Y las condiciones son pésimas. Se paga para que haya «limpieza, alimentación adecuada, buen trato: es lo mínimo que podemos exigir. No nos cobran poco por eso» (pág. 102), raíz de un reportaje de La Sexta, sobre las residencias de Castilla y León.
Su hijo, subnormal y okupa, y Patachula, aparecen ligados a la extrema derecha. La solución de Cataluña sería, según un señor mayor con el que habla en el parque, y que piensa como Patachula, la siguiente: «Basta con que se aplique la ley a rajatabla y mandar a la cárcel a toda esa pandilla de separatistas que nos quieren romper el país». Mientras que, sobre los terroristas salidos de la cárcel, habla de las declaraciones de un militante de ETA, en internet, salido de la cárcel, tras varias décadas de internamiento. «No se arrepentía de nada. Así de rotundo. Abrigaba la certeza de que hizo lo que debía hacer, sin la menor consideración del daño infringido a otras personas. Las acciones por las que un día fue sentenciado a prisión le parecían tan justificadas que no entenderá jamás el castigo que se le impuso. Liberado de la cárcel, la gente de su pueblo le había recibido con música y ovaciones, para él una prueba, supongo, de que nunca pisó fuera del camino correcto. Al final de la entrevista, daba a entender de una forma bastante explícita que se veía a sí mismo como víctima de una injusticia. Hay un claro determinismo en esta actitud que supedita la voluntad a un argumento ni siquiera ideado por quien se afana en ponerlo en práctica. Si una misión dicta los actos del individuo, ¿qué margen queda para la responsabilidad moral? Sólo los cerebros colonizados por la Idea, la Gran Verdad, la Causa Suprema, ignoran toda forma de empatía, incluyendo la empatía hacia uno mismo. En una situación de esa naturaleza, arrepentirse equivaldría a asumir la vaciedad de la fe asumida; lo hecho fue erróneo y baldío, y no habría música al regresar al pueblo» (pág. 202). Se desliza la misma tesis que en Patria: El determinismo con el que actuaron los etarras, que les exime de toda culpabilidad.
En cuanto a TV, comenta los programas de Nochevieja, «hechos por subnormales para subnormales». Y carga contra el tratamiento que se da al suceso de Totalán, en Málaga, con la caída de Julen al pozo. “Se ve que el propósito no consiste en trasmitir información como en generar sensaciones, ramificando un relato con el que no hay manera de aprender algo de provecho» (pág.329). Valoración que sirve para el Covid-19, para el volcán de La Palma y para otros tantos sucesos con los que nos entontecen y manipulan los medios.
Los vencejos, de los que toma el libro su título, aparecen en reiteradas ocasiones, como ideal de vida para el protagonista: «Si hubiera podido elegir entre nacer hombre o nacer vencejo, visto lo visto me habría decidido por lo segundo. Lo digo en serio. Ahora estaría devorando insectos en los cielos de África en lugar de respirar humo de automóviles en esta ciudad y poner a diario mis nervios a prueba en un instituto de enseñanza secundaria. Qué hermosa filosofía existencial: salir de un huevo, surcar el aire en busca de alimento, ver el mundo desde arriba sin tener que atormentarse con preguntas existenciales, no tener que hablar con nadie, no pagar impuestos ni recibo de la luz, no creerse rey de la creación, no inventarse conceptos pretensiosos como la eternidad, la justicia, el honor, y morir cuando a uno le toque, sin asistencia médica ni honras fúnebres”» (pág. 92). Describe perfectamente la trayectoria del personaje a lo largo de la obra.
Abordar todos los temas que aparecen en el libro nos llevaría a escribir una “enciclopedia”. Pero resulta cansino la cantidad de tiempo perdido para unas reflexiones con Águeda, Patachula y los dos perros. Medio libro. Aborda todos los temas que han aparecido en la prensa los últimos tres o cuatro años. Aunque se remonta a sucesos anteriores como la represión franquista de los años 70, cuando Willy el Niño se ensañaba en el Dirección General de la Policía con los detenidos políticos. Da una pincelada de la Iglesia de S. Francisco, donde Carrero Blanco participó en su última misa, antes de su ascensión a los cielos, creo que el veinte de diciembre del 73. Falta, como ya he anotado, pintura para la descripción de lugares y espacios, sean reales o ficticios, y sobran reiteraciones de comportamientos que no aportan nada al relato.
Ese collage de datos le lleva a hablar del mitin de VOX en Vistalegre, el 8 de marzo de 2020, cuando la obra termina temporalmente el 31 de julio de 2019. Aunque hay una postdata 6 días después, del suicida y narrador que no se suicidó. Por otro lado, un desfalco de Patachula a la empresa en la que trabaja, se resuelve amigablemente en unas horas devolviendo el dinero y pidiendo el cese, poco antes de viajar a Valladolid para suicidarse.
La boda del hermano de Toni, Raúl se presenta en un escenario ridículo, nada acorde con los rituales de las bodas civiles o religiosas. Así como el entierro de la madre y de la sobrina, en Zaragoza. Y a la maltratada que acoge Águeda en su casa, viene a recogerla, a los pocos días, el maltratador, con un coche funerario. Seis o siete vecinos se organizan, de forma esperpéntica, para abuchearlo. Ridículo.
Como en la mayoría de las obras literarias, los personajes son seres de ficción. Pero el creador no es ajeno a los mismos. Es el que maneja los hilos de las marionetas que ofrecen el espectáculo. Y cada lector se convierte en re-escritor de la obra. Los hechos narrados nos sugieren muchas preguntas, abiertas a diferentes respuestas. Vayan algunas:
¿Por qué Aramburu nos ofrece como iconos de VOX a Nikita, hijo de Toni, violento, retrasado mental…, y a Patachula, radical ultra, cojo por el atentado del 11 M? ¿Qué lectura se puede hacer?
¿Por qué sigue exponiendo que los militantes de ETA actuaron arrastrados por un impulso heroico, que les sustraía la libertad?
¿Por qué ridiculiza al Cristo de la Iglesia de S. Francisco, a cuya salida asesinó ETA a Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973?
¿El machismo y la violencia doméstica es una realidad execrable, de una sociedad pasada, o algo connatural al ser humano?
¿La sexualidad es una función biológica más, o un factor de las relaciones interpersonales y del equilibrio personal y social?
¿La transmutación de valores nietzscheana, la negación de todos los valores antiguos, el nihilismo, crearía una sociedad mejor?
¿Podemos consentir que nuestros políticos «se metan a regular con propósito restrictivo nuestros sentimientos, como quien dicta las normas de tráfico» (pág. 177)?
Estas y muchas más cuestiones quedan diseminadas en el almanaque del «Los vencejos», del que vamos arrancando trabajosamente las trescientas sesenta y cinco hojas, escritas a doble página. Y terminamos cansados por la monotonía de los días, la reiteración de ciertos temas, y la falta de profundización en la mayoría.