La compleja situación en la que vive nuestra sociedad me ha llevado a repasar las múltiples anotaciones que reposan en los márgenes de uno de mis libros de cabecera: «La culpa». Esta obra del psiquiatra marxista cordobés, Carlos Castilla del Pino, publicada en 1968, nos aporta las herramientas oportunas para comprender fenómenos como la violencia machista, las reiteradas agresiones sexuales, el fraude fiscal, el blanqueo del terrorismo.
La culpa aparece hoy como un malsano instrumento de la Iglesia para el sometimiento y manejo de las conciencias. Carlos Castilla la aborda desde las perspectivas ética, psicológica, sociológica, jurídica y religiosa. Porque esta vivencia no es un fenómeno simple. La culpa hunde sus raíces en la transcendencia del ser humano. Cualquier acción u omisión tiene efectos sobre el otro, sobre nuestros conciudadanos, quienes la reciben como positiva o negativa, según los valores vigentes. Por este motivo, el sujeto se hace responsable de sus comportamientos ante los demás, con una carga afectiva ante ellos o ante Dios el creyente, que le genera paz o desasosiego. Esa intranquilidad, esa culpa, que puede generar angustia, funciona como juez de nuestros actos, como «superyo», para el psicoanálisis. «La culpa existe siempre que la violación de un principio es vivido como rector por la persona que lo lleva a cabo. Es, pues, imprescindible (…) que esa persona se sienta, pese a su singularidad, en la totalidad de la que es realmente parte, de forma tal que los principios de ésta sean principios también para ella y de ella».
La culpa conduce al arrepentimiento. Y tiene una función terapéutica, mediante la acción reparadora. Pero nos encontramos con que cantidad de gente no se siente identificada con los valores de la sociedad. Vive al amparo del «paraguas social», educativo, sanitario, de prestaciones sociales, de dependencia…, rehuyendo todas las obligaciones pertinentes: «Es posible pensar en una total o casi total carencia de principios morales, en la medida en que determinado sujeto no está éticamente integrado en un grupo en el que, por otros conceptos, le es dado vivir», escribe Castilla.
En esta línea tenemos que situar la afirmación de Otegi: “Hay 250 presos y habrá 250 recibimientos”. Así como los recientes homenajes a los presos que, cumplidas sus condenas, recorrían las calles en olor de multitudes. El grupo «blanquea» el crimen, y enarbola públicamente como valor el asesinato. Aquí no podemos decir que «tras la acción culpable sobreviene el pesar por la pérdida mayor o menor que acontece en la integración del sujeto de la acción dentro de la comunidad en la que aquella tiene lugar», como expresa el psiquiatra.
Formas distintas asumieron los asesinos de Juan Mari Jáuregui, Luis Carrasco e Ibon Etxezarreta, quienes pidieron perdón a Maixabel Lasa, esposa del exgobernador de Guipúzcoa, por el «tremendo e irreparable dolor generado a la familia». Ella, que ha desempeñado el cargo de Directora de Atención a las Víctimas del Terrorismo, nombrada por Ibarretxe, se mueve bajo el lema particular de «diálogo, entendimiento mutuo y perdón». Lema no compartido por la mayoría de las víctimas del terrorismo.
En la violencia machista sí parece que funciona la mala conciencia, pues, ante el irreparable asesinato de una mujer, el criminal siente el rechazo de la ley y de la sociedad y pone fin a su vida. No podemos decir lo mismo de los responsables de agresiones sexuales, que, en muchas ocasiones, alardean de sus vilezas en las redes sociales. Ni de los que, al amparo de su cargo, saquean las arcas públicas, sin el menor escrúpulo ni arrepentimiento.
Necesitamos, pues, una resocialización: la aceptación, por parte de la persona del «principio de realidad», de la necesidad de los otros, aportando toda nuestra colaboración en forma de simbiosis.
Publicado en IDEAL de Granada, el martes 13 de Agosto de 2019