Durante estas últimas semanas, a pesar del tiempo y de la incertidumbre de la economía y de las infraestructuras, Granada ha emprendido su éxodo as la Costa los fines de semana. Las calles se encuentran tranquilas. Los trabajadores de Inagra recogen pacientemente los últimos restos de la “cultura” juvenil esparcidos por plazas y calles. Y un goteo discontinuo de jubilados vuelve, a primeras horas, de comprar el periódico y los churros para el desayuno en el hogar.
A media mañana van apareciendo familias al completo por distintos puntos de la ciudad. Todos vestidos de fiesta, desde los padres a los pequeños. Casi nunca se ponen de acuerdo a la hora de cruzar una calle o de elegir el camino más corto para llegar a la iglesia. Van de Comunión, de Primera Comunión.
Atrás, muy lejos, queda ya aquel domingo, en que los abuelos de estos niños, tras catorce horas de ayuno, con el estómago más limpio que el alma, esperaban el fin de la liturgia para reponer con un chocolate el exhausto cuerpo. Hoy celebran confesiones comunitarias o actos de reconciliación, con marcado tono festivo. Antaño, el niño de sólo siete años, edad en la que debía aparecer la conciencia y la culpa, se enfrentaba por primera vez a un juicio sumarísimo. Sin abogado defensor y sin testigos, caía de rodillas, tembloroso y angustiado, ante el juez atrincherado en la penumbra de un confesonario centenario. No había escapatoria. El juez ya conocía los delitos: “¿Has desobedecido a tus padres? ¿Has dicho alguna mentira? ¿Te has peleado con algún compañero?” El reo asentía con un velo rojo protegiendo su mejilla. Tres síes, con sus respectivos números de veces transgredidas, lo delataban como pecador. Y pagaría su pena con el rezo de tres avemarías.
Las Primeras Comuniones y las bodas se han convertido en un fenómeno sociológico del que es imposible escapar. Familias no practicantes o agnósticas se sienten incapaces de sustraer al niño de esta experiencia, para no crearle un trauma. Luego tienen que pasar el trago de confeccionar la lista de invitados y de sufrir los problemas del presupuesto.
Incluso ya se están incrementando las Primeras Comuniones Laicas. ¡No podemos ni debemos crear traumas a nuestros infantes! Por ello, y para ello, niños que no han sido bautizados, están celebrando una Primera Comunión (?) en un chalet o casa de campo, en donde se reúne a los más allegados por sangre o fe laica, y en torno a una buena parrillada, con pan casero, no ácimo, cerveza, vino de Rioja, refrescos…, se hacen discursos sobre la igualdad y la fraternidad, y se realiza un reportaje para perpetuar el Acto. Los pequeños camaradas hacen entrega de los pertinentes regalos “laicos”, no sexistas, no-bélicos, didácticos, ecológicos e interactivos, al “nuevo comensal” de la cofradía, que rompe papeles y abre cajas con nerviosismo e ilusión.
Parodiando la teoría del “eterno retorno”, las fiestas religiosas fueron tomadas de las paganas. Y, nuevamente, los militantes del laicismo, agnosticismo o ateísmo, recurren a imitar, que no parodiar, los ritos religiosos que denostan. Parece que la cultura ni se crea ni se destruye por generación espontánea, y, por más que se quiera, resulta difícil sustraerse a la atmósfera cultural que nos envuelve… ¿Falta de imaginación?