La lengua, como conjunto de signos que poseen todos los miembros de una comunidad, no tendría valor alguno, si no se materializara por cada miembro de la colectividad mediante el habla. Habla, comunicación, que siempre tiene una función o más de una. Jakobson, considera que en la lengua se dan seis funciones: referencial, expresiva, conativa, fática, metalingüística y estética. Tres más que las establecidas por Karl Bühler. Según éste, “el acto de habla es una expresión de lo que piensa el comunicador; para el que oye es una señal que lo mueve a algo”. La lengua se usa con intencionalidad predominantemente imperativa en los mandatos, en la publicidad y en la propaganda política.
Nuestra sociedad se ha vuelto muy sensible con las expresiones que puedan herir la sensibilidad de las personas por razón de sexo, de raza, de cualquier tipo de discapacidad, o que puedan incitar al odio. Y, afortunadamente, se está legislando para proteger los derechos de estas personas. Pero a los católicos, superprotegidos secularmente en nuestro país, hoy se les puede insultar despiadadamente al amparo de la libertad de expresión o de la función estética (humorístico-literaria) de la lengua o del lenguaje no verbal, como todos hemos visto y oído.
Del mismo modo, un político tiene inmunidad total para insultar, vejar, denigrar… a compañeros o a grupos políticos bajo el paraguas del escaño. Y, como hemos recogido de Karl Bühler, toda señal, toda palabra, mueve a algo. ¿Acaso las palabras de Torra en el primer aniversario del 1-0, “amigos de las CDR: apretáis y hacéis bien”, no tienen un valor conativo o incitador a la violencia callejera para estos guerrilleros? ¿Por qué gritaban, si no, en Girona, el día de la Constitución, “las calles siempre serán nuestras”, enfrentándose a los constitucionalistas y, violentamente, a los Mossos? Todos tenemos en mente las palabras de Pablo Iglesias, tras las elecciones andaluzas, y las de su compañera anticapitalista, Teresa Rodríguez: “Ahora hay que parar a las derechas en las instituciones y en las calles”. La reacción no se hizo esperar en las capitales andaluzas, principalmente en nuestra ciudad y en Cádiz, con las consecuencias que todos conocemos.
A estas reacciones primarias e irracionales se encuentra explicación en uno de los libros de José Antonio Marina: “La selva del lenguaje”. Escribe que “en un momento de su evolución, el hombre aprendió a decir no al estímulo. Inhibió una respuesta ordenada en él desde hacía milenios. No sabemos cómo sucedió, pero no me resisto a imaginarlo”. Es decir, dejó de ser animal, porque “unas subjetividades encadenadas, sometidas a impulsos espasmódicos, agitadas por sentimientos y experiencias no controlados, viviendo sin progreso, sin inteligencia, sin esperanza, son capaces de comprender un signo”. Capacidad que se está perdiendo.
Comprender la nueva situación política de España y de Andalucía, no es salir en jauría a las calles, usurpar la fuerza al Estado para entregarla a jóvenes armados de irracionalidad, como está haciendo Torra, sino analizar la realidad social y económica de las que emanan los votos, para “procurar entendernos, cuando tantas cosas nos animan a no hacerlo. Buscar la situación ideal, argumentar con la paciencia necesaria, y estar dispuestos a aceptar los argumentos ajenos”, como dice Marina. Se ha de partir de una ética previa que, a su vez, creará una nueva moral pública de consenso permanente, de paz y bienestar social. La política no se hace con violencia en la calle, sino en el Parlamento, con diálogo permanente. El poder no se asalta, lo delega el pueblo temporalmente. Al adversario político no se le amordaza, se le escucha; no se le insulta sino que se recogen sus iniciativas y propuestas viables para bien de todos. Ahora toca consenso, no violencia.
(Publicado en IDEAL de Granada, el sábado 8 de Diciembre de 2018)