André Gide, Premio Nobel de Literatura de 1947, publicaba en 1902 El inmoralista, novela que recoge la metamorfosis que experimenta el autor, tras una educación moral rígida en una familia protestante. Este ambiente, carente de humanismo, idealista, desconectado de la realidad, no lo pudo soportar mucho tiempo; por lo que acabó en una batalla permanente entre naturaleza y moral, tras su primer viaje a Argelia.
Desde esa visita procurará no parecerse más que a sí mismo, no pensar como hay que pensar, como “piensan todos”, aunque para ello tenga que ser tachado de rebelde o anarquista, pues “lo que se siente en sí de diferente, lo que se posee de raro, es precisamente lo que constituye el valor de cada uno, y es eso lo que se trata de suprimir”.
Es comprensible que un intelectual de la talla de Gide, conocedor de la cultura occidental y del comunismo, que se estaba instalando en parte de Europa, se rebele contra las ataduras con que la religión y la sociedad intentaban amordazarle. Michel, uno de los protagonistas de la novela, considera las obligaciones como ataduras, como frenos que impiden satisfacer las peticiones de cada momento por los instintos, al igual que la simpatía. “Ésta nos hace también perder autonomía y libertad. Nos arrastra a compartir un estado de ánimo con los otros, dependiendo, en cierto modo, de los que nos atraen mediante su contagio emocional”.
Gide concibe la vida en su estrato primigenio. Si hace uso de la razón es para dar, si cabe, más ventajas a la animalidad, para explotar al máximo los instintos. El prototipo nos lo describe en “Les Nourritures”: Nathanaël es el hombre que jamás se liga a nada, que deja familias, hogares cerrados, religión, para estar siempre abierto a nuevas sensaciones.
Este código de comportamiento la sociedad puede asumirlo en las obras de arte y hasta en los genios que dejan de caminar por las “cañadas” del rebaño. Pero, cuando en una parte de la juventud el instinto incontrolado dirige su vida, hay que encender las luces de alarma. Baste recordar el turismo de sexo y borrachera de Magaluf o La Barceloneta, donde el ser humano ha tocado el fondo de la degeneración, en unas parcelas de la persona que deben ser controladas por la razón. La sexualidad humana comparte con el animal el instinto, pero debe estar revestida de una serie componentes que la cultura y la racionalidad le aportan. En esas bacanales no se vuelve al estado animal, bien controlado por la ley natural, sino a una situación de degradación difícil de calificar.
Si nos centramos en el alcohol y la droga, no necesitamos acudir a los medios de comunicación para comprobar sus efectos. Con las primeras luces del día, cada domingo, cuando los bares comienzan a levantar sus persianas, las churrerías calientan el aceite y los repartidores de prensa hacen su ruta, por las calles de Granada se retiran los últimos héroes y heroínas de la noche: apoyadas unas en otras o en otros, desmaquilladas, etílicas, paso lento, zapatos en mano (los tacones no soportan los desequilibrios del cuerpo…). Domingo sepultados en la cama y lunes de resaca, no aptos para exámenes ni actividades exigentes.
Este hábito del alcohol y de los estupefacientes que está ya afectando más a las jóvenes que a los jóvenes, no es instintivo, sino cultural. Y, una vez creado, complicado de extirpar. Oímos hablar continuamente de que los males hay que cortarlos en su origen: el ébola, en África, el hambre, en los países subdesarrollados. ¿Por qué la sociedad no toma las medidas para que los adolescentes y jóvenes no se dopen o eviten el alcohol? Mucho más caro nos cuestan las consecuencias de estos excesos.
Además, estos comportamientos no son para liberarse de una represión, como ocurre en Gide, ni una afirmación de sí frente a los otros, sino una ósmosis del yo en la masa, una disolución del espíritu y de la razón en la cadena etílica.
(Publicado en IDEAL DE GRANADA, el martes, 21 de Octubre de 2014)