Cada cambio de año vivimos una especie de pseudo-metanoia individual y colectiva, con la que pretendemos despojarnos de todo lo viejo, de todo lo negativo que ha lastrado nuestra existencia, y levantar el telón de un escenario maravilloso en el que representar un papel idílico durante el nuevo acto.
A nivel personal, la experiencia de este «tránsito», señalado puntualmente por todos los relojes de la tierra, provoca una eclosión de sentimientos de múltiples colores y sabores: tristezas y alegrías, éxitos y fracasos, presencias y ausencias, luces y sombras…
Pero en el fondo de esas vivencias se puede contemplar que los relojes nos han ofrecido un «continuum»: los segunderos siguen su marcha inexorable, empujando las horas, los días, los meses… por un camino sin retorno. Hemos visto que las bombas seguían cayendo sobre Ucrania y sobre Gaza, que los terroristas no paran de aniquilar personas, que los fuegos no cesan de devorar montes, urbanizaciones y vidas humanas… Y, surcando los mares, primitivas barcazas, cargadas de esperanza, continúan desafiando los temporales en busca de un futuro digno, pero incierto.
Porque el «mal», ese «universal» difícil de definir, que nos acompaña desde el principio de los tiempos, y que está presente en los mitos, en las religiones, en la filosofía, en la conciencia de los ciudadanos, sigue anidando en el corazón de las personas. No lo ahuyentan las doce campanadas del treintaiuno de diciembre. Y lo grave es cuando lo normalizamos. Hannah Arendt, tras asistir al juicio y la condena a muerte de Adolf Eichman (responsable de la logística y distribución de los campos de concentración en Alemania), acuña la expresión «banalidad del mal», para encuadrar a las personas que hacen el mal por rutina o por obediencia a las órdenes recibidas. Para ella, es gente que carece de pensamiento, de actitud crítica ante la vida y la sociedad. Por ello, Eichman no muestra remordimiento ni pesar por su pasado criminal. Muy al contrario que C.R. Eatherly, piloto estadounidense que colaboró en el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima, quien, tras ser condecorado por la «heroicidad», se volvió loco por el sentimiento de culpa que no pudo soportar. Y se dedicó a delinquir para lavar la imagen de héroe que le habían creado, y mostrar su verdadero ser.
¿Podemos «banalizar» los exterminios de Putin y Netanyahu? ¿Debemos minimizar los expolios de los políticos a las arcas públicas? ¿Por qué los asesinos despiadados de ETA son vitoreados por las calles del País Vasco y no experimentan el terror psíquico que vivió Eatherly? Porque han normalizado el mal.
Si destruimos los valores esenciales de la vida en común, de la sociedad democrática, y las masas, con formación o sin ella, siguen acríticamente la ideología de líderes perversos, habrá que augurar un futuro nada halagüeño para esta civilización que vende el humo de la felicidad universal, mientras destruye los pilares básicos en que fundamentar la concordia y el humanismo. Minimizar el mal es socializarlo.