Hace poco más de un año conocíamos la noticia de que la familia Beckham obligaba a su hijo mayor, Brooklyn, de 14 años, a trabajar en un café de Londres algunas horas durante el fin de semana. “Si quieres algo (nuevos botines, nuevas zapatillas deportivas…) debes ir a trabajar, y así tendrás tu propio dinero”, le dijo David. Y, a principios de Agosto, teníamos conocimiento de que Sasha, la hija menor de Barack Obama, a los 15 años, había conseguido su primer trabajo temporal: cajera en un restaurante frecuentado por sus padres en vacaciones, limpiadora de mesas y adecentamiento del local para el almuerzo. El objetivo es “juntar su propio dinero, como hacen muchos adolescentes en ese país”, aclara la información.
El Todopoderoso Beckham adopta con el cándido adolescente una actitud bíblica: “ganarás el pan (‘los caprichos´) con el sudor de tu frente”. Al igual que el Omnipotente Obama con su hija Sasha. Tal vez hayan pretendido que estos críos privilegiados conozcan la situación de los trabajadores sometidos a un horario, a una actividad dependiente de un patrón y a unas remuneraciones siempre insuficientes para cubrir las necesidades de los mismos. Pero se mire como se mire, no deja de ser un “juego” que, además, resulta muy costoso en el caso americano, pues Sasha está escoltada permanentemente por seis guardaespaldas.
La actividad “ejemplar” de estos adolescentes es noticia por ser “quienes son”, porque si fuesen hijos de cualquier otro mortal, los dueños del café y del restaurante aparecerían en la portada de todos los medios, tras la sanción impuesta por la Inspección de Trabajo, por “explotación de menores”. Y sus padres, expuestos a perder la “tutela” de los hijos. Porque todavía nuestras leyes no saben diferenciar lo que es una actividad educativa, aunque sea remunerada, de la explotación de menores. Recuerdo los tiempos “calamitosos” en los que los niños, adolescentes y jóvenes, ayudábamos, en los tiempos de ocio y vacaciones, a los padres y abuelos en las tareas del campo, del taller, de la casa, y en el cuidado de los animales. Y de aquel “vivero” salieron excelentes agricultores, extraordinarios mecánicos y carpinteros, competentes albañiles, hábiles comerciantes, brillantes profesores… Jóvenes que se desplazaban a trabajar a zonas turísticas para pagarse los estudios, o iban al extranjero para perfeccionar el francés o el inglés, con contratos laborales precarios en restaurantes o fábricas… Y no eran noticia.
Cuando veo autónomos del campo, de talleres, de comercios, de restauración…, suelo preguntarles por qué sus hijos no les ayudan los fines de semana o durante las vacaciones, porque siempre consideré altamente formativo colaborar con la familia en cualquier actividad productiva. Y la respuesta es la misma: “se me caería el pelo si llegara una Inspección de Trabajo”. De ahí el bajísimo porcentaje de jóvenes que se hacen cargo de las empresas familiares.
No debemos olvidar que la cultura del trabajo no ha evolucionado desde la Antigüedad: el condenado a trabajar es el esclavo, el emigrante actual, no el hombre libre, que no puede someterse a lo que mande otro. Aunque Carlos Marx reivindica el trabajo como el instrumento por el que el hombre adquiere su esencia, diferenciándose así del animal, lo cierto es que ni la “izquierda” ha superado la tesis clásica del trabajo, del que se “libera” en cuanto puede. Luchar contra el trabajo inhumano, contra la explotación laboral, no es incompatible con la necesidad de establecer una cultura del trabajo, una relación creativa con la naturaleza y transformadora de la misma. Cultura que debe inculcar la familia, la escuela, la Universidad Lo contrario nos convierte en seres pasivos, en consumidores compulsivos, en animales.
(Publicado en el diario IDEAL de Granada, el lunes 22 de Agosto de 2016)