El ciudadano de a pie, mileurista, jubilado, parado de corta o larga duración, que periódicamente se acerca a las urnas esperanzado, con una papeleta en la mano, guarda en el disco duro de su memoria las promesas con que los partidos querían cambiar su vida. Este ciudadano de a pie, desconocedor de la prima de riesgo, de los vaivenes del IBEX 35, de las consecuencias del «brexit» y de la «ruptura independentista», si no es un «hooligan» político, posee un insospechado instinto pragmático. Por lo que ante el desajuste entre las promesas electorales y la praxis de las mismas, cae en el síndrome del desencanto y tilda de mentirosos y agoreros a quienes han frustrado sus cálidas esperanzas.
A este respecto, hay que puntualizar que los programas políticos van siempre marcados por una fuerte dosis de utopía; utopía que es el término ad quem, causa final que dinamiza toda actuación pública, pero que en contadas ocasiones alcanza su plenitud. De esto es consciente el político, y en sus campañas tiene que utilizar determinadas mentiras. Pero, en la reciente campaña, los electores hemos sido degradados al nivel de la imbecilidad por parte de todos los líderes, principalmente por Sánchez y Abascal. Muchas de las afirmaciones del vasco sobre la inmigración eran sesgadas y sufrían los efectos de la hipérbole o de una solución inapropiada Pero las contradicciones del Dr. Sánchez, sus mentiras, puestas de relieve por todos los medios de comunicación y en las redes sociales, tanto respecto a Pablo Iglesias y a Podemos, como a su silenciado programa en cuanto al independentismo, nos traen a la memoria la histérica escena de Iceta, hace tres años: «¡Pedro, líbranos de Rajoy y del PP, por Dios!» Apóstrofe que no sabemos a quién dirigir hoy, pero sí de quién y de qué debe liberarnos.
En política, como en todo comportamiento humano, es positivo cambiar, renovarse, asumir nuevas teorías y comportamientos, según las circunstancias y las exigencias dinámicas del presente. En esto se muestra la madurez de una persona o de un Partido. Pero es inadmisible que un país sea dirigido por unos políticos con credibilidad cero: mentirosos confesos y «maquiavélicos tartufos».
El Gobierno que nos espera está aterrorizando a la mayoría del público, antes de levantarse el telón y salir al escenario. El drama puede convertirse en tragedia, si los actores no quieren representar «papeles» correctos sobre cohesión territorial, inmigración, economía, gestión del orden público… Observando la pasividad exhibida frente al independentismo y al problema migratorio, puede comprenderse el hartazgo y las reacciones viscerales, o no, de varios millones de ciudadanos. Hartazgo que va a incrementarse al observar los perfiles de quienes aparecen en el casting para los ministerios: tiemblan la banca, la bolsa, los empresarios, los transportistas atrapados en las rutas, los policías lanzados al asfalto de las autopistas y de las calles como blanco de los adoquines y cócteles incendiarios de tanto descerebrado. Cuando el gobernante jalea al delincuente y amordaza a los agentes; cuando la Autoridad burla a la Justicia, incumpliendo las decisiones judiciales sobre los políticos presos…, ¿qué credibilidad nos merece este Estado de Derecho? Ya se ha comentado sobradamente la relación Fiscalía-Gobierno.
¿Estamos a las puertas de un nuevo período constituyente, tantas veces exigido por Garzón e Iglesias, ministros “in pectore”? ¿Vamos a un Estado federal, como silencia Sánchez? ¿Blandirá Podemos su aletargado programa «bolivariano», estatalizando la banca y toda la enseñanza? Estos temas se han marginado en la campaña, como tantos otros que tienen en la cartera los nuevos gestores de España.
Un país gobernado por mentirosos se degrada sin límites en lo económico, en lo social y en lo moral. Tras estos «pactos» aparentes, se esconden suculentos «pastizales», para ellos.
Granada, 5 de Diciembre de 2019