La celebración del día del libro supera ya los noventa años. Esta fecha, coincidente con la muerte de Cervantes y Shakespeare, sirve para concienciarnos de la importancia de la lectura como goce del espíritu, desarrollo personal y cultural.
Abril, mayo y junio acogen, en pueblos y ciudades, numerosas ferias del libro, en las que los libreros salen a la calle para ofrecernos las últimas novedades del mercado, y donde muchos autores firman sus obras a los lectores que se dignan pagar el trabajo del creador, huyendo del moderno «Patio de Monipodio», donde ciudadanos de aparente honestidad política, social y religiosa, bajan impunemente de internet los libros, con la consiguiente estafa a escritores, editores y Hacienda.
En los libros, como en arquitectura, pintura o música, encontramos troquelados el pensamiento, las creencias, la visión del mundo del autor y de la sociedad. Y, al enfrentarnos a esa cosmovisión, entramos en diálogo con ella y cuestionamos nuestros valores, nuestros principios, siguiendo los pasos del artista, «capaz de suscitar nuestro propio esfuerzo y de presentarnos un mundo al cual estemos primero convidados, luego acogidos y pronto familiarizados, en fin, poco a poco transfigurados», en palabras del filósofo francés Étienne Souriau.
La obra literaria encierra variedad de registros, que convierten a cada lector en escritor de un nuevo libro, al decodificar la obra de forma diferente al autor y al resto de lectores. Con todo, la falta de técnica para la lectura limita los resultados de la misma, como ocurre en cualquier otro arte.
Es sorprendente que en Cataluña, cuna y origen de esta celebración, donde el día de San Jordi se vive con júbilo generalizado el regalo de un libro y una rosa, se haya abierto la censura a cuentos tradicionales como Caperucita roja y La bella durmiente, por «tóxicos» y por reproducir «patrones sexistas». Esta decisión inquisitorial obstaculiza el encuentro con otras culturas, y promueve el pensamiento único, frente a la pluralidad. Pensamiento que ya ha cuajado en parte de la Universidad y de la sociedad catalana y vasca, donde reiteradamente se persigue y amordaza la voz del diferente. Si los representantes de los partidos no nacionalistas son arrojados violentamente de los espacios públicos donde intentan exponer sus ideas, es porque suspendamos en comprensión lectora, como vienen mostrando reiteradamente los informes PISA. Y suspendemos por muchos másteres y doctorados con que adornemos nuestros currículos. «La expulsión de lo distinto pone en marcha un proceso destructivo totalmente distinto: la autodestrucción. En general impera la dialéctica de la violencia: un sistema que rechaza la negatividad de lo distinto desarrolla rasgos autodestructivos», escribe Byung-Chul Han, en un ensayo titulado “La expulsión de lo distinto”.
Si exponer sus ideas, en campaña electoral, Ávarez de Toledo, Rivera, Maite Pagazaurtundúa, Abascal, Arrimadas… en Barcelona, Rentería, Bilbao o Vic, es “provocar y buscar problemas”, según la exconsejera de cultura catalana, Laura Borràs y el científico argentino Pablo Echenique; si la cofradía de la borriquilla es atacada por izquierdistas en Valladolid, no cabe duda de que los libros están siendo sustituidos por la interconexión digital, donde el encuentro con el otro es lejanía, donde la información se renueva permanentemente sin sedimentar en el archivo del conocimiento. Porque «el saber, en un sentido enfático –según el citado Han—, por el contrario, es un proceso lento y largo. Muestra una temporalidad totalmente distinta. Madura. La maduración es una temporalidad que hoy perdemos cada vez más». Lo vemos claro en muchos de nuestros políticos, carentes de bagaje cultural, de reflexión, de respeto, de humanidad, y sobrados de agresividad verbal e intolerancia.
Comportamientos como estos nos invitan a volver a las fuentes tradicionales del saber: los libros. Leamos para poder pensar, reflexionar, respetarnos y «alcanzar la concordia».
Publicado en IDEAL de Granada el martes 23 de abril de 2019