Almodóvar, comentando su última película, Dolor y gloria, decía, en un artículo, que está basada en su vida, como todas las demás: «todas mis películas me representan». Pero que, desde el momento en que la obra toma cuerpo, se convierte en ficción. En esta misma línea, Michel Houellebecq expresa que «la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades y grandezas, con sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna».
Es cierto que la lectura de las novelas de Houellebecq nos acerca a su vida decadente, compleja, personal, familiar y socialmente. Pero creo que no son los rasgos autobiográficos los que inmortalizarán sus obras, sino el juego realidad-ficción con el que nos despierta de la hipnosis en la que estamos atrapados. El islamismo, su choque con la civilización occidental y su cercano triunfo democrático en Francia despiertan la conciencia del lector en Sumisión. En Serotonina, novela que lleva tres meses de éxito en el mercado, trata temas candentes en nuestra sociedad y cultura: sexo, producción industrial de animales, caza, sexualidad en grupo, pornografía, pedofilia, globalización, transgénicos, pesticidas, depresión, descomposición de la familia…
Cualquiera de estos asuntos ofrece materia para una larga reflexión. Pero hay uno que constituye el hilo conductor de la novela en el que se ve atrapado Florent-Claude, narrador y protagonista de la misma: la sexualidad. Una sexualidad desligada del amor, sin ataduras legales ni éticas: «experiencias diversas, cuyo denominador común era la interrupción». La sexualidad es vivida como una adicción, como la adicción a las drogas, al juego… que busca todas las formas posibles de incentivar y renovar el placer. Una sexualidad con tintes pornográficos, que objetiva al otro y desemboca en la isla de la soledad: sin familia, sin amigos, sin ciudad, en trashumancia permanente hacia placeres que nunca saciarán. Sus tintes de misoginia definen el amor en la mujer como «un poder creativo del mismo tipo que un temblor de tierra o un trastorno climático» que busca «eliminar todo rastro de individuos preexistentes».
No cabe duda de que la superación, gracias a la ciencia y a la psicología, de la cultura tabuística y represiva en la que hemos vivido la sexualidad ha supuesto una gozosa liberación. Pero las nuevas formas de encauzar la libido están convirtiendo el «principio de placer» freudiano en «thánatos», en destrucción. Porque se aniquila al otro cuando se le cosifica, cuando se le usa como objeto de consumo, como mercancía. Y se destruye uno a sí mismo cuando se convierte en adicto al sexo, como los dos millones de españoles, según proclaman las estadísticas. Y cuando se ejerce la violencia sexual en solitario, «en grupo». Prácticas que, sorprendentemente, van en aumento.
Para Houellebecq éste es un síntoma más de la decadencia de la sociedad del S. XXI. Él, nihilista y víctima del desarraigo y del enfrentamiento con esta sociedad, no da soluciones a los problemas. Cree que no se puede hacer nada con la vida de la gente: «ni la amistad ni la compasión ni la psicología ni la comprensión de las situaciones tienen la menor utilidad, la gente se fabrica a sí misma el mecanismo de su desdicha». Su pesimismo le lleva a pensar que estamos al final de una época: «una civilización muere por hastío, por asco de sí misma».
No se puede negar, pues, que vivimos unos momentos complejos y conflictivos. La revolución digital está dejando fuera de servicio viejas formas de producción, de comercio, de vida… Y, desgraciadamente, no se acaba de encontrar un «ethos» nuevo que integre el sexo en el sujeto, como energía para la estabilidad personal, interpersonal y social.
Publicado en IDEAL de Granada el martes 9 de abril de 2019