Vivimos en un momento histórico en el que la degradación del ser humano alcanza cotas inimaginables. La dialéctica solidaridad/insolidaridad, justicia/injusticia, amor/odio, riqueza/ pobreza… pugnan sin que en el horizonte se otee la luz que anuncie la república (reino) de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad. Sin despojarnos del denostado maniqueísmo, se vuelve a hablar del mal, de forma personificada, ante la imparable ciclogénesis de violencia de género, de agresiones sexuales, la incesante tragedia de migrantes en aguas del Mediterráneo, el devastador integrismo islámico, el crimen organizado en Sudamérica…
Este escenario me trae a la memoria las obras del novelista francés F. Mauriac, cuyos personajes padecen la metástasis del odio, de la riqueza y del sexo. Por lo que piensa que “la humanidad tiene una herida original en el costado”. Herida a la que históricamente no se le ha encontrado explicación convincente. Pues las simbologías del “dios malo” (Zeus, Satán), del “pecado original” (Adán y Eva) no soportan la más mínima racionalización, según el filósofo Paul Ricoeur, que ha dedicado vario libros al tema. Para él, el mal encuentra su origen en la constitución falible del hombre, en su finitud, en su limitación, siempre abierta al infinito inalcanzable. Ni los grandes profetas de la salvación humana han logrado, hasta el momento, extirpar el mal que sufrimos física, síquica y moralmente.
La reacción de nuestros dirigentes políticos, ante este cúmulo de comportamientos perversos, es la de introducir en la educación asignaturas o talleres sobre violencia de género, igualdad, sexualidad, pacifismo… Con ello nos retrotraemos a la ética socrática. Para Sócrates, el conocimiento del bien arrastra a la consecución del mismo; por el contrario, quien obra mal es por ignorancia. Es evidente que, si desconocemos las normas de tráfico o medioambiente, cometeremos infracciones. Pero la sabiduría no es sinónimo de perfección. Baste recordar a Rato, Granados, González y a esa larga lista de cargos públicos y no públicos, a quienes el saber no les ha conminado al bien obrar, sino a todo lo contrario. ¿Desconocen nuestros diputados las normas parlamentarias y del respeto, cuando nos ofrecen esos degradantes espectáculos semanales?
Aristóteles ya desmontó la falacia socrática de que la virtud es sinónimo de conocimiento, cualidad del sabio. Para el estagirita, los hombres se hacen justos practicando la justicia, así como un atleta sube al pódium tras muchas horas de ejercicio físico. De ahí que, “para las virtudes, el conocimiento tiene poco o ningún peso”.
Centrándonos en el sistema educativo, no podemos negar que los colegios ofrecen el marco idóneo para la concientización de los jóvenes en los grandes retos a los que se enfrentan: formación sólida para competir y adaptarse a los cambios en un mundo globalizado; para combatir adicciones a las nuevas tecnologías, al sexo, a los juegos de azar; para controlar la agresividad y luchar por la igualdad… Para ello, la jornada escolar no debe ser una mera recogida de datos, de información, de la que hay que dar cuenta en sucesivos controles, sino un tiempo de convivencia a través de la reflexión, el trabajo, la cooperación, la disciplina, el cuidado de las instalaciones y del mobiliario… Praxis que debe estar recogida en un Proyecto de Centro que asuma toda la comunidad educativa, y que irá modelando el “ethos”, el carácter, la estructura personal de los jóvenes.
Termino con una cita de la catedrática de ética, Victoria Camps, en Breve historia de la ética: “cuando las buenas costumbres o la tendencia a hacer el bien no existen, los códigos de principios y la atención a las consecuencias son inútiles como orientadoras de la conducta. En tales casos, sólo la ley con su aparato coactivo tiene fuerza para obligar a cumplir la norma”.
(Publicado en IDEAL de Granada, el martes 27 de Noviembre de 2018)