Día de difuntos

 

Todas las culturas han recordado a sus muertos con determinados ritos, porque ha existido una creencia en la supervivencia de los mismos tras la muerte.  Y, para evitar la venganza de sus espíritus sobre los vivientes, se han ofrecido sacrificios animales y humanos, se ha llevado comida a las tumbas para satisfacer el apetito de los mismos y se ha orado para purificar sus pecados.

La cultura celta, hace tres mil años, estableció un día para esta memoria: la noche del 31 de octubre, fiesta de Samhain, en la que se pone fin al verano, fructífero, vivificador, y se abre las puertas al frío y oscuro invierno, paralizador de la vida. Costumbre que se extendió por otras naciones  de Europa, y que se asocia, además, con almas errantes,  brujas… De las que hay que protegerse y  ahuyentarlas mediante distintos disfraces de pieles o cabezas de animales que serán sustituidas por disfraces y calabazas en la actual fiesta de Halloween.

La Iglesia Católica, fiel heredera del sentir de Terencio, “Humani hihil a me alienum puto”, ha ido históricamente asumiendo toda la cultura pagana y la ha sacralizado bajo el prisma de la fe cristiana.  Así, el Papa Gregorio III, en el siglo VIII, trasladó la fiesta de todos los Santos, de mayo al 1 de noviembre. Y San Odilón, abad de Cluny, añadió, a finales del s. X, la fiesta del 2 de noviembre, para orar por los “Fieles Difuntos”.

En la España del “nacionalcatolicismo” las campanas de todo el país tañían durante la noche y Día de Difuntos, creando una atmósfera de tristeza, melancolía y vacío, con el recuerdo de los seres queridos, por los que se rezaba para  abrirles las puertas del Cielo. Aunque ha desaparecido la costumbre celta de ofrecer pan con pasas a los mendigos para recabar sus oraciones por los familiares difuntos, sí se conserva el pago de misas  con el mismo fin. Y, asociado a esta festividad, disfrutamos del consumo generalizado de castañas, sean alpujarreñas o de otras comarcas hispanas. Castañas que, como decía Martínez Perea en su reportaje del pasado jueves,  servían para combatir el frío de estos días y para aportar energía al desgaste de los campaneros en las gélidas torres de las Iglesias durante la larga jornada.

En  estos momentos de desacralización de la cultura y de convivencia “multicultural”, la Fiesta de los Difuntos se está revistiendo de una serie de connotaciones que oscurecen su auténtico significado, sea laico o sacro. Nos quedamos en los ritos, sin entrar en las respuestas que las distintas creencias nos han dado sobre la muerte y “el más allá”. Porque como dice Savater en “La vida eterna”, “todos morimos, no hay remedio, pero cada cual muere solo y en sus propias circunstancias”. ¿Y después? En la misma obra recoge las palabras de John Lennon en Imagine: “Imagino un mundo sin Cielo, con solo firmamento sobre nosotros. Sin ninguna razón para matar o ser muerto…” Las preguntas son infinitas. Las respuestas…

La muerte, motivo de reflexión filosófica y de materia  para los genios de la literatura (Manrique, Shakespeare, Lorca…),  hoy es sólo un filón económico para múltiples empresas. A seis mil euros  se elevan los servicios funerarios por los protocolos para sepultar nuestro cadáver. Medio año de trabajo, para un mileurista. Un año de pensión,  para muchos pensionistas… Los cementerios lucen estos días un florido paisaje, para satisfacción de las empresas del  ramo.  Los comercios anuncian calabazas y variados disfraces para que los niños gocen  de la fiesta de Halloween, sainete carnavalesco de otoño.

Terminemos, sin desesperanza,  con  uno de los  epitafios  de Larra, en  Día de Difuntos de 1836: “Aquí el pensamiento reposa, / en su vida hizo otra cosa”.

(Publicado en IDEAL DE GRANADA, el lunes, 29 de Octubre de 2018)

 

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