Los responsables de urbanismo y movilidad de nuestras ciudades intentan devolvernos la calle a los ciudadanos, ampliando el número de espacios peatonales, restringiendo el uso de vehículos particulares en determinadas zonas, construyendo aceras más anchas o diseñando parques con artilugios recreativos para el ejercicio físico de niños y mayores.
La calle fue el espacio en el que los jubilados de hoy vivieron su niñez y adolescencia, como lugar de encuentro, de juego, de socialización, de recaderos para comprar el tabaco al padre, los garbanzos en agua para el cocido, la onza de chocolate para la merienda… No había llegado aún la invasión de la motorización, ni la maldad humana había alcanzado el refinamiento, ni las cotas de perversión que hoy se ensañan sobre niños y niñas inocentes. Es curioso ver cómo en los pueblos también han desaparecido los niños de las calles y plazas. Pareciera que han sufrido el efecto de los pesticidas, como los alegres pájaros de nuestros campos, cuyos nidos buscábamos por los árboles para seguir su natural evolución, manteniendo en secreto su hallazgo. Pero no. Los coches se han apoderado igualmente de los espacios, y las puertas de las viviendas se han visto obligadas a permanecer cerradas por miedo a la inseguridad que constatamos a diario. A ello hay que añadir los dispositivos digitales, que han irrumpido con igual fuerza en el mundo rural que en el urbano, contribuyendo determinantemente al enclaustramiento de los pequeños.
Mar Romera, alpujarreña nacida en Alemania, a causa de la emigración de la postguerra, publicaba hace un año su último libro, La familia, la primera escuela de las emociones. Romera, referente y maestra de la psicopedagogía actual, hace un análisis de las relaciones de los niños con sus padres, y da pautas para mejorar la actuación educativa, con ejemplos de su infancia en La Alpujarra. Y critica la permanente retención de los niños en espacios cerrados y con actividades programadas: “Los más pequeños tienen habitaciones con decoraciones muy bonitas, llenas de juguetes; las ludotecas y otros espacios comerciales pensados para ellos son preciosos y bien diseñados. Pero eso no es lo que necesitan, no necesitan espacios siempre controlados, necesitan jugar con otros, con cierto riesgo y en espacios no vigilados. Necesitan la calle”
En este mismo sentido se manifiesta Mario Fernández Sánchez, en un artículo titulado Por qué los niños necesitan jugar al aire libre, según la neurociencia: “vivimos en ciudades desde hace unos pocos cientos de años y la evolución no ha podido adaptar nuestro organismo a vivir en ellas. Cuando un niño juega al aire libre, preferiblemente en un entorno natural, el cerebro lo agradece con una inyección de felicidad. ¿Hay riesgos? Por supuesto, eso es vivir”.
Para Mario Fernández, frente a algunas opiniones contrarias, los videojuegos son positivos: mejoran la memoria de trabajo, la lectoescritura, la atención, el pensamiento crítico, la resolución de problemas, así como la toma de decisiones. Pero los “moratones, heridas y rasguños son un derecho de los niños a la hora de aprender” en la calle, creando normas de juego, liderazgos, sociabilidad, resolviendo desencuentros. Pues la supervisión de los mayores genera una conflictividad, como vemos en muchos partidos de fútbol infantil, que nunca aflora, cuando ellos juegan en los colegios o polideportivos, sin necesidad de árbitro.
Hay expertos que relacionan el aumento de ansiedad y depresión en los pequeños con la falta de juego en libertad. Sea cierto o no, debemos pensar que las horas de sedentarismo en colegio, casa y actividades extraescolares no favorecen en nada el viejo axioma: “mens sana in corpore sano”. Pero ¿quién detiene el vertiginoso ritmo de la robotización social, del consumismo tecnológico y cultural, al que nos someten desde la cuna?
(Publicado en IDEAL de Granada, el lunes 30 de Abril de 2018)