Pacto contra la violencia machista

 

En esta sociedad de crisis global, de  inestabilidad económica, social e institucional, se habla permanentemente de “Pactos de Estado”: de acuerdos solemnes firmados por todos los partidos políticos para garantizar la solución  a un problema. Hace años que se viene reclamando un “Pacto por la Educación”,  un “Pacto por las pensiones”, cuya hucha suena a hueco. Y a este clamor se han unido últimamente las voces que exigen un “Pacto de Estado contra la violencia machista”. Clamor cristalizado en la acampada, iniciada el pasado 9 de febrero por 8 mujeres de la Asociación Ve-laluz, en la Puerta del Sol madrileña, con una huelga de hambre. Acampada que, paradójicamente, ha sido multada reiteradamente por los Agentes del Orden de Carmena, por incumplir la normativa municipal. ¡O tempora, o mores, del 15M!

Un Pacto por la Educación es prácticamente inviable en este país. Por actitudes ideológicas irreductibles, y por intereses autonómicos. El de las Pensiones, se va dilatando en esta etapa de desgobierno, en la que todos los partidos se deleitan “pastando” en las verdes praderas del erario público, y  van al redil del Parlamento a descargar la agresividad acumulada en tan deleitosa  vida,  con la inteligencia ofuscada para “pactos”.

Centrándonos en la violencia machista o de género, es aquí donde más fácilmente podrían alcanzar acuerdos nuestros regidores.  Principalmente,  porque oponerse a cualquier propuesta de la calle o de los adversarios políticos acarrearía un desgaste inasumible. Sin embargo, se corre el riego de la ineficacia, por mucho contenido que albergue el consenso.

Para combatir una enfermedad, un problema, lo primero es conocer sus causas y sus características. Y esto ya debería estar hecho por las Fuerzas de Seguridad,  sociólogos, psicólogos… ¿Cuál es el perfil  de los violentos, de los asesinos, desde el punto de vista económico, social, cultural, psicológico, de edad, de nacionalidad…? ¿Qué datos nos pueden ayudar a tomar las medidas adecuadas?

La violencia es una fuerza inherente al animal y al ser humano. Natural y primitiva en el primero, que la usa como instrumento de supervivencia, y terrorífica, estremecedora,  en el segundo, que ha utilizado  los avances científicos y tecnológicos para la aniquilación de los semejantes, sin causas objetivas que lo justifiquen. Desde el relato bíblico de Caín hasta los horrores de Siria y el  inexplicable ascendente goteo de vidas de mujeres segadas en lo que va de año.

No cabe duda de que en estos comportamientos hay un componente de educación o deseducación (etimológicamente: “ex-ducere” (conducir desde un “estado” a otro mejor). Pero educar en la igualdad, hacer campañas sobre la misma, no es suficiente. Pues no podemos caer en la ética platónica, para la que el conocimiento del bien arrastra inexorablemente a su realización. Es necesaria una práctica diaria de la virtud para adquirir hábitos buenos, en terminología tomista. Hace falta una auténtica formación respecto a la sexualidad, sin caer en ciertos tabúes religiosos ni en el desmadre que difunden las “Juventudes” de algunos  Partidos. Es necesario concienciar de que la “pareja” es una sociedad con componentes afectivos y  con participación al 50%, en la que ninguno es propiedad del otro. Por lo que, si hay ruptura, debe ser civilizada. Y habrá que intentar extirpar de la sociedad las causas de tanta violencia como vemos en las actitudes y palabras de portavoces parlamentarios, en el acoso escolar, en el maltrato a mayores, a prostitutas,  a marginados, o en  peleas multitudinarias de “hooligans”…

La violencia machista, como las otras,  es un problema social, cultural y ético. Problema que no se va a solucionar con una batería de leyes ni con un guardia por persona. Es necesario el cultivo de un nuevo humanismo en esta sociedad aparentemente más humana, pero realmente demasiado  cruel.

(Publicado en IDEAL de Granada, el domingo 12 de Marzo de 2017)

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