EL TERROR DEL FUEGO
Cuando la carne de gallina paralizaba los cuerpos de las personas que despedían los féretros, y las lágrimas incontenibles se deslizaban por las mejillas de dos pueblos acogedores y hospitalarios, Huétor Santillán y Guájar Alto, por mi mente revoloteaban amargos recuerdos que no me resisto a silenciar.
La prensa nos rememoraba entonces la historia: “Hace ocho años, Cázulas sufrió otro devastador incendio, al parecer, intencionado”. Efectivamente. Recuerdo cómo gente de la zona se reía sarcásticamente, porque el incendio (¿Intencionado? había proporcionado trabajo a Otívar y Lentejí. Recuerdo cómo se jactaban, porque, a la cabra montés cazuleña ya no la iban a poder cazar los cuatro caciques de turno.
Las personas a las que aludo no eran, ni mucho menos, incendiarios de facto. No. Eran pirómanos de espíritu. Constituían esa jauría expectante y vocinglera que alienta y sostiene la mano siniestra del pirófilo insolidario.
Aquella vez pasó mucho, pero no pasó nada. Pasó mucho, porque todo incendio es un acto terrorista contra la sociedad presente y futura; y más contra la futura que contra la presente, pues contribuye a legar a nuestros descendientes un ecosistema totalmente inhóspito y desolador. Y no pasó nada, porque no hubo víctimas humanas. Pero en el último incendio sí pasó: unas vidas carbonizadas y unas familias destrozadas…
El pirómano (los pirómanos), cuando juegue (jueguen) su partida de julepe o dominó en la terraza del pueblo, ya no reirá (reirán) describiendo los silbidos inmisericordes de las serpientes asediadas por el fuego. No. Su sonrisa (sonrisas) estará (estarán) carbonizada (carbonizadas) por los gritos incandescentes que, desde el fondo de la vaguada, transportaban las llamas
El pirómano (pirómanos) en el silencio de la tarde o en la soledad de la noche, seguirá (seguirán) oyendo eternamente, en el monte calcinado, el estridente coro de unas voces humanas arrancadas para siempre a unos cuerpos que no pudieron volar con ellas….
Que la situación, en este sentido, es tremendamente preocupante nos lo confirma el comunicado que Efe nos transmitía el 18 de Julio desde Río de Janeiro: “Desde 1981 hasta hoy la tierra perdió 11,3 millones de hectáreas de reservas forestales y 200 millones de hectáreas de suelo fértil, necesarias para producir alimentos para la siempre creciente población mundial.
Thomas Francis Saxón, representante de la FAO y autor de la denuncia, añadió que 2,3 millones de hectáreas son destruidas anualmente en la región amazónica, hecho que hace peligrar el sistema ecológico del planeta.
Las advertencias efectuadas durante la II Conferencia brasileña de Protección a la Naturaleza, que se celebra en la Fundación Getulio Vargas, con sede en Río de Janeiro, tienen como fin alertar a las autoridades que hasta ahora se han mantenido indiferentes con respecto al problema”.
Ahora, como cada verano, vemos que las llamas vuelven a levantarse por doquier, voraginosas, asolando montes, convirtiendo en pavesas industriosas fábricas o almacenes costosos… Mientras, la sociedad disfruta, ajena y feliz, del aura fresca de los montes o de las tibias caricias del inconmensurable mar.
Es momento de una toma de conciencia a fondo, de una preocupación general por un tema que nos afecta tan vitalmente como el tema de la contaminación de las playas o de las ciudades, o la no menos inquietante situación de paro laboral. Lancemos, pues, desde nuestras secas gargantas un grito unánime y solidario que, de una vez y para siempre, detenga las mechas incendiarias que tan gran desolación están sembrando en nuestro ecosistema.
Publicado en DIARIO DE GRANADA (2 de Agosto de 1984)