“Todo se vuelve un hacer y deshacer marcado por las oscilaciones electorales; lo aprobado por un gobierno queda en suspenso o es desarbolado cuando llega el gobierno de otro partido”, escribe Muñoz Molina en su último libro, Todo lo que era sólido. En esta línea podría verse el anuncio de Ruiz Gallardón de modificación de la Ley del aborto. Anuncio que ha vuelto a desatar un acalorado debate en los medios de comunicación y en las redes sociales.
En 2010, ante la Ley de “plazos”, de Bibiana Aído, que sustituía a la Ley de “supuestos”, de 1985, del ministro Ledesma, hubo una dura campaña de argumentaciones en pro y en contra de esa ley, que establecía el aborto como un “derecho” de la mujer durante las 14 primeras semanas; hasta la 22, por riego grave para la madre o el feto, y, sin límite, por enfermedad extremadamente grave o anomalías “incompatibles” con la vida. Además de autorizar a las menores, de 17 y 16 años, el aborto sin el consentimiento de los padres o tutores.
Si nos fijamos en los defensores del “aborto libre”, encontramos a muchas feministas que consideran al feto una propiedad de la madre, con el que puede hacer lo que le parezca bien. Nadie debe entrometerse en su decisión. Pero, si el crío nace, sí pedirá responsabilidades al padre y a la sociedad para que compartan las cargas y obligaciones: alimentación, cuidados, educación, protección social… Y, por no extendernos, hay otro aspecto curioso entre la mayoría de los defensores del aborto: tras conseguir que la interrupción voluntaria del embarazo sea un “derecho” de la mujer (no de la pareja), vemos que aplauden que se persiga y castigue a quienes destruyen los huevos de un nido de águilas o de vencejos. Un huevo de ave, pues, tiene más derecho a la protección y desarrollo que un óvulo femenino fecundado. Está claro que la raza humana no corre peligro de extinción como esas especies.
Por otra parte, los antiabortistas olvidan que la vida humana no es un valor absoluto. Tenemos constancia del sacrificio de seres humanos en ritos sacros; de la justificación del homicidio en defensa propia o en guerra justa; la justificación del tiranicidio o del aborto para salvar la vida de la madre han sido una realidad dentro del derecho y de la ética tradicional. ¿Se puede considerar al “nasciturus” un bien jurídico protegido? Para la Ley Aído, no. Pero los antiabortistas piensan que la nueva Ley acabará con el debate sobre el momento del inicio de la vida y dotará de derechos al «nasciturus».
Ese momento es precisamente el indefinido e indefinible. Ahí entran en juego ciencia y filosofía. La visión occidental ha estado marcada por la filosofía platónica: hay ser humano desde la concepción, que es cuando el alma “eterna” toma el cuerpo para purgar sus pecados. Si Heidegger o Sartre hubiesen sido griegos, con su filosofía existencialista, el ser “humano” no sería tal desde su concepción, sino un quehacer, una conquista desde la base biológica que le sustenta. Por lo que una correcta visión de “ser humano” debe inducirse desde una antropología y filosofía modernas, con las aportaciones de la ciencia. Ni fanatismos religiosos, ni fanatismos laicistas.
Efectivamente, en el feto hay vida. ¡Y en el espermatozoide! Pero, ¿en qué momento puede hablarse de “humano”? Esa es la cuestión. Cuestión que debe tenerse en cuenta, junto a las ya apuntadas, si se quiere cambiar el marco legal del aborto. Menos demagogia, menos pancartas, menos manifestaciones, menos cambio por el cambio, y más estudio y reflexión.
Publicado en IDEAL de Granada el 30 de abril de 2013