6 de Diciembre

6 de Diciembre. Día de la Constitución Española. Hoy cumple 34 años. Desde mi salón diviso, al fondo, una franja azul oscuro del mar. Las nubes proyectan sobre él su gris plomizo. El sol, a mi izquierda, lucha por abrirse paso entre otras nubes zarandeadas por el viento. Viento que azota, despiadadamente los subtropicales que me rodean. A no mucha distancia, varios focos de humo se elevan y se dispersan rápidamente. Son el signo de la quema de residuos de las primeras podas de chirimoyos. Mis dos gatos, Felipe y Leticia, ateridos sobre la mesa de la terraza, aguardan, soñolientos, a que salga a servirles el desayuno.
6 de Diciembre. La mañana aparece turbulenta en lo meteorológico. La climatología ha querido no ser ajena a la sociedad: con una Constitución cuestionada y rechazada por ciertos partidos y presidentes autonómicos que a ella deben lo que son; una sociedad maltrecha por el cáncer de la corrupción a todos los niveles; una sociedad en la que se bloquea cualquier intento de cambio…
6 de Diciembre de 1951. Hace 61 años. El suelo que ahora piso estaba sembrado de cebada. Los canales de riego los veía pasar cerca. Pero este campo no podía saciar la sed con sus aguas. El día era frío. Sólo tenía 5 años recién cumplidos. En aquellos tiempos no había fiestas de Constituciones. Sólo fiestas religiosas: santos, Navidad, Semana Santa… Y un tal 18 de Julio, recordando la Guerra, el Alzamiento Nacional
Sobre las dos de la tarde de ese día, Miguelito, mi hermano mayor, cercano a cumplir los nueve años, me cogió de la mano y me sacó del pueblo. Me trajo, por la vereda del canal, hasta aquí, la finca del abuelo. Los cinco minutos que hoy nos separan de la casa de mi madre, entonces se hacían eternos.
Miguel era un niño siempre limpio, peinado a raya, que nunca se manchaba la ropa. Por aquel entonces, cada año nacían cuatro o cinco niños en el Pueblo. Y a la escuela se iba poco tiempo, y de forma intermitente, porque el trabajo los requería a edad temprana. No se hablaba de absentismo escolar ni de explotación infantil. D. Manuel, aquel maestro cercano a la jubilación, adiestrador de críos montaraces con varas de membrillo, y tinteros de plomo vacíos que lanzaba desde la mesa ante cualquier tumulto en las bancas, o cuando algunos se encaramaban para coger gorriones en el techo, siempre ponía como modelo a Miguelito. Era el que más sabía, el que mejor se portaba, el que más limpio venía a la escuela y el que más limpio se iba. Pero él nunca hacía gala de ello en la calle ni en casa. Era el propio maestro quien se encargaba de comentarlo a los vecinos, que eran pocos.
Aquel seis de Diciembre pasamos varias horas en la parcela lindante al secano. Ya entonces tenía riego de un viejo canal. Varias higueras, unos olivos que aún permanecen, un peral, un manzano y un guayabo constituían la arboleda que allí se alzaba. La tierra se empleaba para siembra de hortalizas, maíz, patatas…. La tarde no se hizo larga, porque el sol se marcha pronto al final del otoño. Pero, fundamentalmente, porque Miguel me entretuvo jugando con elementos de la naturaleza. Buscaba caparazones de caracoles muertos, y hacíamos con ellos recuas que llevábamos sobre caminillos que construíamos con ellos mismos.
Miguel me aguantó allí, pacientemente, toda la tarde. Hasta que se puso el sol. Entonces volvimos a casa. Y, oh sorpresa, nuestra madre estaba en cama. Y junto a ella lloraba un niño. ¡Lo había traído el médico! D. Eduardo. El médico de Salobreña. Y ese niño, al que voy a felicitar dentro de un rato, se llamó Antonio. Hoy cumple 61 años.
Con el paso del tiempo descubrí el motivo de aquella “excursión” al paraje de la “Hondonada”, el porqué de aquella larga tarde de entretenimiento. Con el paso del tiempo me di cuenta de la madurez de aquel niño de casi nueve años que supo distraerme y aguantarme toda la tarde. De aquel niño que no me dijo nada de lo que él debía de saber. Y jamás me habló de aquella misión que le mandaron realizar. Y jamás me lo dirá. Porque hace quince días se llevó este y otros muchos pequeños y grandes secretos a la eternidad. A mil metros de aquí, allá arriba, desde su tumba, tal vez también recuerde aquel día.

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