Veinte de Octubre. Ocho de la mañana. La noche da sus últimos estertores. El alba comienza a sacar tímidamente su manto blanco del armario. Veinticuatro cajas de chirimoyos esperan que las portee al remolque. Acabo de escuchar el resumen de prensa de Onda Cero. Me he vestido y he apagado la radio. No hay tiempo que perder. Suena el teléfono. No es hora de llamadas normales. Lo levanto con rapidez: más que por la intriga, para que no despierte a Cloti, que descansa en el silencio paradisíaco de la mañana. Una voz temblorosa y dolida me hace llegar una desgarradora noticia: TU PRIMO FERNANDO HA MUERTO. Es Félix, tu cuñado. A continuación, siento, más que oigo, la expresión compungida de tu hermana Emilita. Sobran las palabras. Hablan las emociones.
Un torrente de lágrimas cubre de tinieblas las primeras luces del día. El toro del cáncer te acaba de dar su última cornada. Un tsunami de recuerdos anega mi espíritu. La última vez en que hablamos, hace cuatro días. Ibas acompañado de uno de tus yernos, Luis, y de su padre . Yo podaba los nísperos. Tú buscabas chirimoyos para el sevillano. Nos separaban diez metros y un muro de tres. Desde tu alta plataforma bromeaste con mi fortaleza y tu debilidad, a pesar de que «sólo eras tres o cuatro días mayor que yo». Te dije que eran sólo apariencias. Siempre quise darte ánimos en tus momentos de pesimismo, cuando ibas perdiendo fichas en tu tablero de ajedrez con la Dama Invisible.
Seis años en la escuela juntos. D. Manuel, D. José, de Almería, D. Ramón, D. Pedro, D. José Florentino. Siempre fuiste un prodigio en el arte mímico, en el humor sin palabras. Un gesto, una mueca tuya, desataba una eclosión de risas en tu entorno, sofocadas, en el aula unitaria, por un tintero de plomo, lanzado desde la mesa de D. Manuel, o por una mano excitada repartiendo varazos o correazos a diestro y siniestro. Años de sana competición por desbancarnos en el primer puesto de la primera mesa cada semana. Etapa de innumerables recuerdos.
Dos años de monaguillos. Dos años de vergüenza, ante el cura y los asistentes a Misa. Dos años de vergüenza ante la mofa de los otros niños. Nadie había ejercido en Lobres tal función hasta el momento. Los curas traían de Molvízar a los monaguillos. Entonces nos enseñó D. Antonio López los primeros latines incomprensibles: “Amén”, “e cun piritu túo”, “Deo gracias”. Y aprendimos a cambiar el misal, a tocar la campanilla, a acercar las vinajeras, a pasar la bandeja para la colecta… Y me vi obligado a no mirarte durante toda la ceremonia, pues no perdías ocasión para, con un simple gesto, incitarme a la risa, incontrolable en esas circunstancias.
La Comunión de gris. Más de veinticuatro horas sin comer. Y, a la una, lo celebramos con una foto del grupo y con un vaso de chocolate.
Una tarde, Miguel Guerrero, tú y yo, cogimos cada uno una hoz y una cuerda y nos lanzamos al monte. En nuestras casas nunca lo supieron. Era la época en la que se instalaba en canjilones un ingenio para extraer aceite de romero en Primavera. Y por veredas de cabras, intransitables, nos fuimos cerca de los Palmares a segar romero. Dos arrobas, Miguel; arroba y media, yo; una arroba, tú. Fue toda una aventura. Diez, siete cincuenta, y cinco pesetas nos reportó el trabajo. Otras dos tardes nos convertimos en trabajadores furtivos los dos. No se habían proclamado todavía los Derechos del Menor: niños de nuestra edad faltaban a la escuela para realizar trabajos agrícolas o ganaderos. Pero nosotros teníamos a dos precursoras del “Defensor del Menor”: Victoria y Cándida. Ambas hubieran puesto tibios nuestros culos, si se enteran de la osadía. Aquellas dos tardes de verano, con sendos mancajes, nos fuimos, previo contrato oral, a labrar cañas con el tío Antonio Maldonado. Ejercía de capataz (cargo hecho a su medida) el primo José Antonio. ¡Qué miedo pasamos para ir a cobrar las quince pesetas que habíamos ganado…! Maldonado nos daba pánico. ¿Nos pagaría? Nos empujábamos para que el otro fuera delante. Sí. Nos pagó.
Aún revivo una noche inolvidable de verano, en la que salimos, de madrugada, José Molina, tú y yo, a cazar pájaros con red en un aguadero de los Palmares. En el Cortijo del Guardilla. ¡Qué aventura! ¡Qué emoción! Subimos monte arriba, monte arriba, hasta llegar al altiplano. Al amanecer, llegamos al puesto. Armamos la red y la choza. De vez en cuando un colorín, un verdón o chamarín analizaba el panorama para acercarse a beber. Pero unas risas, provocadas por una gracia tuya, acababan espantándolos. La fritada de aquel día se quedó sin carne. Igual que las noches en que, con escopeta de aire comprimido y linterna, nos acercábamos a un árbol poblado de gorriones, y, al ver la presa tan cerca, con el cañón en la pechuga, la escena nos provocaba tal risa, que escapaban en bandada.
Recuerdos, recuerdos… Aquellas tardes en la barbería, donde Félix hacía ya sus primeros pinitos con la maquinilla y las tijeras, a la vera de su padre: herramientas de su futura y magistral profesión… Sus primeros pinitos con la guitarra, a la que supo arrancar, como aficionado, una amplia gama de extraordinarios acordes..
¡La paciencia y el humor que derrochaste con tu padre! ¡Cómo lo tratabas, lo aseabas, lo alimentabas… en su etapa de demencia senil! Cuando se te escapaba, en verano, con un guante en la mano que carecía de riego sanguíneo… Y tu gracia para contárnoslo…
Tu pose de abuelo con Mario, tu nieto, en Cajamar, cuando yo le extraía la nariz, y se la mostraba entre mis dedos «índice y corazón». Él se echaba mano a su naricita y me contestaba: «La tengo aquí». Tú observabas con satisfacción su inteligencia. Se te notaba.
Recuerdos, recuerdos, recuerdos…, mientras mi alma se parte, y tu cuerpo descansa, frío, en tu lecho definitivo. “¡Tenía que morirme ya!” -me decías, hace poco, cuando paraste tu coche en mi puerta, de regreso a Motril.-. “¿Y qué prisa tienes?” – te respondí. Otras veces me hablabas de tus riñones, del hierro, de las bajas defensas… De cosas que sólo conoce el que las padece, quien va perdiendo figuras en su «Partida personal»… Pero seguías regando, revisando los goteros, recorriendo la finca con tu caña en la mano, tu pantalón corto, tu suéter y tus botas de agua. Sabías del fruto de cada aguacate y de cada chirimoyo. Sabías, como sabemos todos, que en casa no comen plátanos cuando tenemos, y que los compran, cuando no hay.
Cuando la Muerte te daba «jaque mate», cuando te ganaba al partida, yo, ajeno a esa dramática escena, estaba pensando en tu próximo riego; en si coincidiría con el mío; en cómo irías a montarle el agua a Alejandro, antes de irte, y en cómo me llamarías para que yo aprovechara las horas que quedaban… Estos hechos, tantas veces repetidos, ya nos los volveré a vivir. No los volveremos a vivir. Ni oiré a tu coche llegar. Ni marcharse. Ni veré tu moto a la puerta del cortijo. Ni mi gata saldrá a tu encuentro…, “porque te has muerto para siempre”.
Pero tu espíritu se posará a diario en las ramas de los árboles que tú cuidaste con mimo. Nos acompañará en ese mar de vivencias que compartimos contigo. Con tu mímica alegre, carente de acritud. Tu espíritu, sin la atadura de tu frágil cuerpo, revoloteará sobre Los Cármenes, para ver a tu Granada, del que no te has podido hacer socio, como querías. Y yo lo saludaré desde lo alto de tribuna. Y acompañará a tu nieto Mario a la escuela… Mario, que cada día buscará, a la salida del colegio, entre madres y abuelos, la mano cálida que le conducía seguro a casa. Y tú estarás allí, invisible, como jugando al «escondite», siempre presente en su recuerdo. Y le enseñarás a sumar, y a restar, y a multiplicar… ¡Quién mejor que tú, que has enseñado a tantos…! ¡Y vendrá un nuevo nieto, al que hablarán de ti! ¡Y tú, sin vivir, vivirás en todos! ¡POR SIEMPRE! ¡ Y HASTA SIEMPRE!