Tsunami en el Camino de Ronda

La tragedia de Fukushima continúa  grabada en nuestras retinas. El tsunami que engulló el poblado de Minami-Sanriku-cho, que partió carreteras y puentes como papel de fumar, que hacía flotar sobre el lomo de sus aguas coches y barcos, cual niño jugando con barquitos de papel, nos ofreció imágenes que permanecerán largamente en nuestra memoria. Por lo impactante y por las consecuencias que están aportando a todo el Planeta, el desastre en la región de Tohoku ha provocado otro terremoto, escala 10, en la reflexión internacional acerca de la seguridad nuclear, principalmente, y, paralelamente, sobre las condiciones de la construcción antisísmica.

Pero no hay que conectarse a Internet para bajar esas terribles imágenes. No hay que activar la memoria para revivir ese desolador espectáculo. Basta con perderse por el Camino de Ronda un sábado a las siete de la mañana. Ahí descubrimos los restos del tsunami. El tsunami que, tiempo ha, arrancó árboles, destruyó aceras y calzadas, que partió el puente del Genil, abrió socavones, arruinó comercios…

Cuando las primeras luces del día luchan por desalojar la noche y los jilgueros ofrecen su primera sinfonía en el Parque de García Lorca, el Camino de Ronda aterra, con su tenebroso paisaje, a los contados peatones que por él transitan. Vallas deformadas, protegidas por telas semirrotas para ocultar las fosas que nunca se rellenan; bidones de aceite usado, trozos de tubos apilados, restos de madera de puntales y de chapas de encofrados… Hierros y más hierros… Dumpers que parecen abatidos por el trabajo o el aburrimiento; máquinas excavadoras con sus brazos caídos sobre el suelo…

Por los vericuetos de lo que queda de calle vamos encontrando las últimas secuelas del desastre. Pegada a la luna marchita de un comercio,  una pareja se funde en un abrazo interminable: ¡Ha sobrevivido al oleaje de la noche! ¡No quieren separarse! Más adelante, como efecto de una réplica, tres jovencitas caminan lentas, tambaleándose.  Sufren las sacudidas del Ron Cacique. Van maltrechas: desaliñadas, ligeras de ropa, descalzas. Los zapatos en la mano. Ven  moverse los edificios de siete plantas, que las flanquean, y temen derrumbarse en los escombros que yacen junto a ellas. A poca distancia nos sorprende, saliendo entre las alambradas, un grupo de muchachos. Van malheridos. Y gritan, y gritan… Desentonan y desentonan fragmentos de canciones… para “deleite” de los que consumen sus últimas horas de descanso. Hacen una parada y calman su dolor con el bálsamo que conservan en una botella de Coca-Cola.  Y, como toda gran desgracia tiene dimensiones internacionales, más abajo vemos  a un grupo de  afectados ingleses. Buscan una salida entre la chatarra. That is Obispo Hurtado, dice uno señalando al frente. Y cruzan sobre la tierra que se mueve a sus pies  por los efectos del Ron Pálido.

Ahí siguen las consecuencias del tsunami, día tras día, para viandantes y vecinos. Un tsunami que, como analizaba, días pasados, Juan Vellido, ha arrasado con  los comercios de la zona, hace difícil los movimientos por la misma y cada fin de semana deja ver entre sus escombros los supervivientes de la noche ácida del alcohol y  de las drogas; supervivientes  que caminan hacia la recuperación de sus maltrechos cuerpos, sacudidos por la ola de la irresponsabilidad, hasta un nuevo fin de semana.  Confiamos en que, antes que el cuerpo, recuperen el espíritu de estudio y de trabajo; en que la Universidad pase por ellos, si es que ellos pasan por la Universidad, y si ésta aún conserva su vieja impronta humanista, su universitas. Y confiemos en que la imagen de Minami-Sanriku-cho no esté presente por más tiempo en las entrañas de Granda.

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